jueves, 2 de julio de 2015

624.- Cómo salvé mi vida | Política | Diario La Primera

Cómo salvé mi vida | Política | Diario La Primera

Acusado injustamente de terrorismo por los gobiernos de Belaúnde, García y Fujimori, entré al Perú en 1993 y tuve que huir por la frontera peruano ecuatoriana, para salvar mi vida

En octubre de 1993 vivía yo en Alemania y había viajado al Perú, a reencontrarme con los míos. Eran los años de la llamada "guerra sucia" entre los terroristas de Sendero Luminoso y los terroristas de las Fuerzas Armadas, en contubernio con los gobernantes de turno, llamados Belaúnde, Alan García o Alberto Fujimori, todos cerdos de la misma camada y lacayos del Pentágono gringo. Desde mi lugar de residencia, Hamburgo, había denunciado, al igual que muchos grupos de solidaridad con el Perú, los múltiples crímenes contra los Derechos Humanos que ambos bandos cometían, muchos de los cuales siguen aún impunes, lo cual me valió en algún momento la acusación formal de "apólogo del terrorismo" con la consiguiente orden de búsqueda y captura. Estaba yo, pues, con mis padres y hermanas en Lima, cuando un buen amigo me advirtió del peligro que corría mi vida. "Estás en pantalla" me había dicho, lo que significaba que mi nombre figuraba en los ordenadores de la guardia civil y de la policía de investigaciones en todos los aeropuertos, puertos, garitas de control en la salida de las ciudades y en los controles de frontera. El presidente de mi país en ese momento se llamaba Alberto Fujimori. Fue al atardecer, después del lonche, que le dije a mi familia lo que pasaba. Tenía que salir del país a cualquier precio, empresa en la cual contaba con la invalorable ayuda de los sindicatos de campesinos a quienes habíamos defendido desde Europa. Al día siguiente salimos en un coche mi madre, uno de mis cuñados manejando, dos de mis hermanas, un sobrino pequeño y yo hacia Puente Piedra, un distrito situado en el norte de Lima, pasando la garita de control. Mi padre se hallaba bastante mal ya, así que yo me había despedido de él en casa, intuyendo que era nuestra última vez, como en efecto fue. Los policías que nos controlaron en la carretera vieron en nosotros solamente una familia más que iba a almorzar en la campiña rural y nos dejaron pasar sin más. Estábamos serenos y almorzamos juntos, yo un seco de ternera que aún recuerdo, antes de separarnos, sin saber que sería por muchos años más. Por allí pasaban los autobuses que recorrían la Carretera Panamericana hacia el norte, Trujillo, Chiclayo, Piura, Tumbes, Ecuador. Los mal pagados chóferes recogían al borde de la carretera pasajeros que les pagaban directamente a ellos un importe menor del precio de un billete regular. No tuve problemas para conseguir subirme en uno de ellos, junto con una hermana mía que insistió en acompañarme aún cientos de kilómetros. La despedida de mi madre y mis demás familiares fue frugal, por decirlo así, porque aquellos autobuses no esperan a que cada persona viva su drama particular, antes de seguir viaje. O subes o te quedas. Como el autobús ya estaba lleno, viajamos toda la noche de pie, aguantando la atronadora música que el chófer ponía a todo volumen para no dormirse. Llegados a Piura, una encantadora y limpísima ciudad en el norte, me despedí de mi hermana. Ella cogía un avión de regreso a Lima y yo me encontraba con mis compañeros campesinos. Me asignaron un acompañante al que llamaré Tino. Haríamos la misma ruta, pero sin hablarnos, como si no nos conociéramos. Su papel era simplemente ser testigo de una eventual detención mía, para organizar mi defensa y puesta en libertad. Fuimos, pues, a primera hora, en un microbús de línea regular hasta el mercadito de Sullana, de donde salían microbuses o camiones hacia la frontera, cada vez que había pasajeros suficientes para cubrir el recorrido. Esperamos horas bajo un sol ardiente, entre comerciantes del lugar que llevaban arroz o papas al Ecuador, hasta que fuimos lo suficientemente numerosos, como para que el viaje le fuese rentable al dueño de un camioncito de mala muerte que estaba estacionado por allí. Viajamos durante horas interminables, atravesando las campiñas más bellas del universo, plenas de mariposas multicolores y de flores de fantasía, aunque Tino y yo sólo teníamos ojos para posibles espías, para eventuales peligros. En una parada que hizo el autobús para comer, en una cabaña entre árboles gigantescos, comí un caucau, hecho de alguna materia orgánica que hasta hoy no he podido descifrar, pero que dudo haya sido mondonguito. Recordé los artículos de prensa que informaban de un tráfico de placentas que iban a parar en las cocinas de los restaurantes limeños. Pero cuando te estás jugando la vida, no te detienes en semejantes nimiedades. Al atardecer, llegamos a La Tina, el último pueblito en territorio peruano, en plena frontera con Ecuador. Mis compañeros del sindicato campesino habían escogido este paso, porque en La Tina no había electricidad, o sea que en la garita de control no habían computadoras. Una mínima posibilidad más de salvarme. Me dirigí hacia la cabañita que lucía el escudo peruano en la puerta, mientras Tino me seguía discretamente a cierta distancia. En el interior, detrás de un escritorio humilde, lleno de papeles y con una carpeta enorme abierta, estaba uno de esos despreciables miembros de la represión de mi país. Estas ratas te miran de arriba abajo, te tratan de tú, te escupen sin asco y, a la menor palabra, te meten un tiro entre ceja y ceja y aquí no ha pasado nada. Cuando has llegado hasta aquí, te imaginas muy bien lo que era la Gestapo. Aquellos, al menos, cortesía alemana, te trataban de usted. Este, un mestizo criollo y socarrón, me interrogó largamente sobre todo lo imaginable e inimaginable. Cuando, enterado de que yo vivía en Alemania, previa sonrisa libidinosa, comenzó a interrogarme sobre las habilidades sexuales de las alemanas, supe que me había salvado. Me tendía el puente de la complicidad machista. Fue prácticamente un formalismo cuando me preguntó que cuánto podía yo donar para mejorar el mobiliario de la garita de control. Le di ostentosamente los billetes que había dejado en mi cartera, después de haber escondido algunos en mis calcetines, y le regalé la mejor de mis sonrisas: "Muchas gracias, compadre". Vi, casi sin creérmelo, cómo me ponía el sello de salida en mi pasaporte y, después de despedirme, salí al aire libre y puro de la floresta. A pocos metros de allí corría el río Calvas que separa ambos países y que significaba para mí la frontera entre la cárcel, y quizá la muerte, y la vida. Con pasos inseguros, como quien no quiere queriendo, me dirigí hacia el pequeño puente de madera que me llevaría a la garita de control de los soldados ecuatorianos. Caminaba yo hacia adelante, entre aquella bella floresta, otra vez hacia una de esas odiadas garitas fronterizas, en las que ante militares invariablemente estúpidos, hay que justificar hasta el aire que se respira. A cada paso sentía la mirada de los policías peruanos en mis espaldas, creía escuchar sus voces "¡Eh, Pacheco, vuelve aquí!", creía sentir el ardor de alguna bala atravesándome las costillas. Paso a paso, poco a poco, fui llegando a la garita ecuatoriana. Cuando entré, la hosca mirada de aquellos soldados, sus rudos gestos conmigo, me parecieron el más angelical de los recibimientos: estaba salvado. Hicieron algún comentario de si era un terrorista senderista que venía a asaltar bancos en su país, pero nada más. En el siguiente poblado, Macará, ya en territorio ecuatoriano, pude por fin hablar con Tino. Me enteré que tenía un hijito pequeño y le di mis últimos diez dólares para que le comprase algún juguetito a su nene. Tomamos una cerveza bajo la sombra de unos árboles desconocidos y nos separamos. De allí saldría yo en un camión hacia Loja, para continuar en autobús de línea hacia Guayaquil, adonde llegaría después de haber viajado toda la noche y en donde tendría que haber bajado, único pasajero peruano entre ecuatorianos, en cada uno de los siete controles de carretera, somnoliento cada vez, mostrando mi pasaporte cada vez, abriendo mi modesta maleta cada vez, justificándome cada vez, pidiendo disculpas cada vez por ser un perseguido político solamente por no haber podido soportar la injusticia en silencio.
Cuando subí a la plataforma de aquel camión en Macará, caía la noche en la frontera peruano-ecuatoriana. Tino se dirigía a pie otra vez a La Tina y, yo, desde mi incómoda posición, veía la espesa vegetación de mi país que se alejaba rápidamente entre las nubes y, solo por fin, sin poder evitarlo, lloré desconsoladamente, sintiendo como si una fiera invisible invisible me arrancase las entrañas.
Han pasado los años, las heridas han cicatrizado, pero el recuerdo de la injusticia sigue allí, vívido, como en el corazón de todos los peruanos que aún esperan justicia para los miles de seres queridos mutilados, asesinados, desaparecidos.

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